jueves, 8 de abril de 2010
ADRIANA GENTA (Uruguay 1960)
ESCRIBIRÁS CON DOLOR
Adriana Genta
"Pocas cosas que me ha mandado la obediencia se me han hecho tan
dificultosas como escribir ahora [...] porque no me parece me da el
Señor espíritu para hacerlo ni deseo y por tener la cabeza con un
ruido y flaqueza tan grande, que aún los asuntos forzosos escribo
con pena." (Teresa de Avila) [1]
Nada entusiasta el comienzo de Teresa de Avila, en junio de 1577, de
su obra "El Castillo Interior o Las moradas". Va a escribir sobre la
oración mental como camino a Dios, que es la temática central de su
vida y su obra, pero lo hace por obligación, con contrariedad,
sintiéndose abandonada de toda inspiración, a merced de sus
limitaciones y sabiendo que será un trayecto de padecimiento. A
pesar de todo, se aventura, por obediencia, por servicio, por amor a
Dios. No sabe que está comenzando su obra cumbre, una joya de la
literatura de todos los tiempos. Meses después, cuando la concluya,
se habrá reconciliado con su escritura y dejará por epílogo:
"Aunque cuando comencé a escribir esto que aquí va fue con la
contradicción que al principio digo, después de acabado me ha dado
mucho contento y doy por bien empleado el trabajo."(Teresa de Avila)
[2] .
No es casual que haya iniciado estos apuntes citando a Santa Teresa
porque ella (junto a la reina Juana la loca) es base y personaje de
la obra dramática con la que -entre enormes dificultades- vengo
batallando desde hace ya tiempo (un tiempo en donde tanto en la
tarea creativa como en lo personal el signo es la ansiedad, la
incertidumbre y la aflicción). Podría considerar el material ya
escrito como una obra breve, cerrada. Sin embargo, estoy convencida
de que es parte de algo más amplio, que es una materia pronta a
romperse y abrirse en otras escenas, violentar sus propios códigos y
hasta transmutar hacia otro estilo. Pero el trabajo se ha
enrarecido, se ha vuelto espasmódico, se alternan fuertes impulsos
de producción con violentas detenciones. Conviven sin paz, la
necesidad de seguir adelante y la resistencia a hacerlo. Rastreando
algo de lo que otros escritores han apuntado sobre estos
padecimientos y ofreciendo mi limitado testimonio personal, busco
hoy esbozar algunos interrogantes sobre los vínculos entre la
escritura y el dolor sospechando de éste (no hay certezas) su doble
condición de fuente y obstáculo de la creación. "Curiosa paradoja",
calificaría mi amiga y dramaturga Patricia Zangaro y entonces uno
siente que anda rondándole al tema porque, como sostiene Arthur
Miller, la paradoja es esencial a la sustancia dramática. Intento
también compartir estos desvelos entre compañeros, abonando, tal
vez, la teoría del neuropsiquiatra Boris Cyrulnik [3] , experto en
resiliencia [4] , que sostiene, sobre las funciones del relato, que
"contar el propio desastre es hacerlo existir en la mente de otro y
darse así la ilusión de ser comprendido, aceptado a pesar de la
herida".
"...atended, escuchad mi sangrante sonido, / recoged mis latidos de
quebranto / en vuestros espaciosos corazones, / porque yo empuño el
alma cuando canto." (M. Hernández) [5]
Todo lo que se escribe da cuenta, de alguna manera, del escritor.
Pero hace rato que ha sido aclarado el malentendido de que la poesía
implica sinceridad y cualquier otro género literario será una
ficción más elaborada cuánto más borre las huellas de lo
autobiográfico. Sin embargo, más allá de la anécdota (injustamente
desprestigiada), lo cierto es que hay quienes "empuñan el alma
cuando cantan" y quienes no. Sin que implique un juicio de calidad,
prefiero como receptora las obras del primer grupo de escritores,
aquellos que hacen de su vida y su literatura un sistema único (y
hasta a veces corroborado por la índole de su muerte). Y como
dramaturga, busco identificarme con ellos. Las consideraciones
planteadas en estas líneas aplican, obviamente, a los avatares de
quienes "hacen un tintero de su corazón" (otra vez Hernández) y allí
hunden la pluma para trazar las palabras que intenten dar nombre al
dolor.
"...entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito..."
(Saramago) [6]
Tiempos áridos. Noche oscura de la creación. Esfuerzos vanos. A la
vez, la percepción de un mandato de escritura y la tenaz resistencia
de las palabras. Varada a la orilla de la obra comenzada,
interrumpida, a medio escribir. De cara a una travesía que pese a
todo, debe continuar. Sólo riesgos, incertidumbres, arranques y
detenciones, desiertos, tribulación y frutos apenas ocasionales. Y
para colmo, la extemporánea esperanza que vaticina (sin arriesgar
fechas ni asegurar calidad) el futuro regocijo de la culminación. Si
el dolor ya hubiera pasado, si la dramática en la que intenta
transfigurarse ya estuviera concluida, entonces abordar esta nota
sería para mí más amable. Habría una obra terminada y ya un producto
acabado avalaría hipótesis o daría por tierra con falsos supuestos.
Pero la obra está aún a medio escribir. El bullicio interior anuncia
que hay más, que el texto no escrito todavía está en espera, al
acecho, conviviendo en promiscuidad con la angustia.
"Mi trabajo [de dramaturgo] es sondear las profundidades, es decir,
excavar y hacer emerger algo de adentro, algo honesto. No hay mapa
de ruta para ese territorio y explorarlo puede ser doloroso. Una
clase de dolor del que la mayoría de la gente no sabe nada." (Joel y
Ethan Coen) [7] .
Así se expresaba Barton Fink, protagonista de aquella estupenda
película de los hermanos Coen sobre las sequedades de un dramaturgo
exigido a producir un guión por encargo. Y al establecer este
vínculo entre sufrimiento y creación despeja el equívoco de pensar
que era sólo la presión del trabajo a pedido lo que paralizaba al
desdichado escritor y pone en tela de juicio la idea de que todo es
más sencillo cuando podemos escribir sobre lo que nos place,
fundados en la libertad de elección. Como si la libertad fuera
posible alguna vez, como si todo acto creativo no fuera el resultado
de fuerzas desatadas afuera y adentro. Quienes batallan con la
escritura, bien lo saben.
"Dale palabras al dolor; / la pena que no habla, / murmura al
agobiado corazón / y le ordena que estalle." (W. Shakespeare) [8]
La exhortación es conmovedora pero no siempre parece posible seguir
esta propuesta de Shakespeare que a través de Malcom nos impulsa a
romper las vallas de lo inefable. Hay momentos del dolor donde su
única expresión posible es el grito. Y el grito es justamente la
negación de la palabra por excelencia, más que el silencio, porque
nos confirma que nuestra capacidad emisora y nuestro aparato fonador
están preparados, poniendo en evidencia que el lenguaje ha faltado a
la cita. ¿Es esta dialéctica entre la necesidad de expresión del
sufrimiento y su dificultad para articularse en un discurso,
funcional a la escritura teatral en tanto exaspera la búsqueda de
signos y figuras? Ojalá que sí.
"Siempre he creído que la escritura proviene de un gran dolor
interno. [...] En cualquier caso, no creo que sea posible un buen
trabajo sin dolor."(J. y E. Coen) [9]
Un estudio referido por Cyrulnik [10] revela que la comparación de
un grupo de cincuenta y nueve escritoras con otro de igual número de
no escritoras, similar en edad y condiciones socio-culturales,
mostró que en el grupo de escritoras se daba el doble de
perturbaciones neuróticas (no había casos de psicosis) vinculadas en
general a experiencias de dolores tempranos. Esto lleva a Cyrulnik a
afirmar que "el sufrimiento de la falta, el dolor de la pérdida, nos
fuerzan al símbolo" y que "el hecho de tener una cuenta que
arreglar, de sentir la tragedia como una coerción interior a
expresarse, empuja a la creatividad y llena páginas." La supuesta
relación de causa-efecto entre dolor personal y escritura es
satisfactoria pero no suficiente e invita a más interrogantes. ¿Por
qué además de percibir a veces el sufrimiento como fuente de
inspiración, en otras lo identifico como obstáculo paralizante? ¿Es
el hecho de escribir desde las regiones más íntimas del ser,
exponiendo las zonas más vulnerables y poniendo por tanto en marcha
mis mecanismos de defensa lo que determina los caprichosos ritmos de
producción de mi escritura o será la misma índole de lo que escribo
la que regula tiempos, inspiraciones, parálisis, frutos y
sequedades? ¿Seré yo -en tanto sujeto creador- mero instrumento a
merced de los pactos entre mis dolores y mi escritura? Dudas y
contradicciones.
"Quiero escribir y el llanto no me deja / pruebo a llorar y no
descanso tanto / vuelvo a tomar la pluma y vuelve el llanto / todo
me impide el bien todo me aqueja." (Lope de Vega) [11]
Mi duelo (nada épico y sujeto a las mezquindades narcisistas) es
todavía un río desmadrado que ha roto los puentes entre mi
imaginario y la palabra. Y nada puede asegurar su reconstrucción.
Los personajes ya convocados vagan sin rumbo, perdido el norte y el
regreso, repitiendo parlamentos tempranos e incompletos.
Soliviantados por Pirandello [12] , imploran que no los deje así,
tan a medias, tan rotos como yo. Pero la piedad que me inspiran no
alcanza para que los vivifique, los escriba. Su irrefutable
argumento de que tienen filiación en mi pequeño universo privado
("vidita" diría Pizarnik), lejos de reconciliarme con su destino
amenazado, me aterroriza. Porque es cierto: los personajes (que esta
vez se llaman Teresa de Avila y Juana la loca) cobran identidad en
ese territorio de la creación donde el gesto dramático y la vida se
confunden entre dolores, miedos, vislumbres y profecías. ¿Es mi
padecimiento el que a la vez los empuja y los detiene? ¿El que pone
palabras en sus labios anhelantes y agita sus cuerpos pero por
largos tiempos los oculta, los silencia y borra los rastros? Duele
escribirlos, pero ahoga no hacerlo.
"...escribo porque no encuentro / remedio para no escribir." (M.
Hernández) [13]
Es imperioso volver a la obra. Lo ya escrito grita su vocación de
estallar en otras escenas, en más mundos. Pero no puedo. Las razones
más psicológicas siguen acaparando hipótesis y sospechas. Este dolor
que un día pactará con el discurso, que se inmolará en la imagen y
que procurará infiltrarse en el relato pero escabullirse de la
anécdota, hoy aún se resiste al simulacro. O me resisto yo,
temiendo, tal vez, que el día en que mi aflicción se diluya en sus
representaciones, buscando incautamente la belleza, perderé para
siempre su origen y su objeto. ¿Este silencio es entonces miedo a
derrochar lo último que me queda del bien perdido?. Tal vez no.
Quizás sea sólo la tentación de creerle demasiado a Barthes [14]
cuando alerta que la escritura permanecerá siempre indiferente al yo
infantil que la solicita. Algo adentro mío, sin embargo, se resiste
al desaliento. Y confío en la antigua compulsión metabólica desde el
quebranto hacia la creación. Prefiero retomar a Cyrulnik y aceptar
que "es en el vértigo del vacío provocado por la pérdida donde el
símbolo crea una representación que viene a ocupar el lugar del
objeto perdido. La imagen y la palabra estilizadas llenan el vacío
de la pérdida". Y nuevamente me digo: es imprescindible escribir,
como lo es sobrevivir.
"Quizás sea un dolor personal. Quizás sea un dolor que surge del
convencimiento de que uno debe hacer algo por su prójimo para
aliviarle de algún modo, su sufrimiento." (J. y E. Coen) [15]
En medio de la aflicción a solas y de la exacerbación de la
subjetividad, irrumpe la idea del Otro. Aparece un sentido que
establece un trayecto entre el dolor personal y las necesidades de
nuestros semejantes . Se colectiviza el sentido de la escritura y
ésta adquiere otra dimensión. La pena no es sólo compartible, sino
que además puede ser útil a otros, uniéndome así a ellos. La noción
de lo creativo como acto amoroso viene al rescate. Reaparece la
esperanza dando propósito y sentido a la dura faena. Alivia y
alienta como un bien a alcanzar. Pero no es suficiente si se somete
a una reducción voluntarista, porque justamente, los actos de la
voluntad han quedado anulados
"...no en todas las moradas podréis entrar por vuestras fuerzas, si
no os mete el mismo Señor del Castillo. Por eso os aviso, que
ninguna fuerza pongáis, si hallareis resistencia alguna". (Teresa de
Avila) [16]
Cuando se escribe bajo la tiranía de la imagen y de las emociones, y
el oficio sólo acude (y sólo a veces) para articular fragmentos y
vigilar la ortografía, la producción se subleva contra cualquier
intento de manipulación o forcejeo. La aridez y la fecundidad,
alternándose en tiempos rebeldes y frecuencias desquiciadas, se
imponen con un autoritarismo que puede abonar la hipótesis del dolor
paralizante pero abre también una alternativa más decorosa:
¿incapacidad de trabajo o autonomía de la obra creativa?. ¿Es la
escritura una maniobra de nuestro psiquismo por el cuál el dolor
logra emerger y metabolizarse para liberar al sujeto? ¿O por el
contrario, el dolor es funcional a la creación literaria y queda
puesto a su servicio? ¿Es mi dolor personal el que regula el proceso
o es el propio material, con su compleja carga, que pide -exige-
condiciones particulares, atípicas de producción? La segunda
hipótesis parece más decente. La Intento. Me detengo en un aspecto:
la relación entre tiempo y ritmo de creación, y la índole de la
sustancia que estoy trabajando. Siglo XVI, locura y misticismo,
pellejos, cielo, amor humano, culpas, amor divino, rencores añejos,
esperanzas sin lógica, dolores inenarrables, soledades, perdones...
Juana la loca y Santa Teresa de Avila. ¿No son propios de este
material tiempos sin tiempo y ritmos olvidados? ¿Es posible asomarse
con exigencia de premura a una noción de la experiencia mística de
Teresa, vertebrada por largas contemplaciones donde las horas se
disuelven en la atemporalidad del encuentro con Dios? ¿Cómo apurar
la captura del desgarro de la Reina Juana que permanece todo un día
y toda una noche ininterrumpidamente, de pie, inmóvil, pegada a la
ventana desde donde vio alejarse para siempre a su última hija por
el sendero de Tordesillas hacia la lejana corte de Portugal? ¿Puede
ponérsele plazo al abordaje del universo de una monja a quien le
lleva veinte años de perseverancia en la oración mental empezar a
comprender de qué se trata cabalmente esa práctica? ¿Cómo tantear
desde un imaginario del siglo XXI los cuarentiséis años de prisión,
silencio y soledades de una triste reina?
"El estilo que han de tener en ésta [noche oscura] del sentido es
que no se den nada por el discurso y meditación, pues ya no es
tiempo de eso, sino que dejen estar el alma en sosiego y quietud,
aunque les parezca claro que no hacen nada y que pierden el
tiempo..." (San Juan de la Cruz) [17]
"Sosiego, quietud, no hacer nada, perder el tiempo..." ¡qué extrañas
sugerencias para estas épocas de prisas, de compulsión a las
producciones, de más números que nombres, de ansiedad por los
resultados! Pero quizás justamente hoy, más que nunca, sean
necesarias tales insensateces. La cita de San Juan de la Cruz
(compañero de ruta en el camino espiritual y literario de Santa
Teresa) se refiere en realidad a la experiencia mística. En su
ensayo "La noche oscura", el poeta expone acerca del enriquecimiento
espiritual que se produce en medio de la mayor sequedad interior.
Recurriendo al oxímoron como figura, San Juan desarrolla su teoría
-basada en lo vivencial- acerca de cómo Dios ilumina el espíritu
internándolo en la noche más oscura. Este proceso tiene lugar en
zonas tan recónditas del alma que no hay registro posible por parte
del sujeto, quien vive la experiencia como un no suceder, sintiendo
que "la imaginativa y fantasía no pueden hacer ánimo en alguna
consideración" o incluso como un acontecimiento contrario a lo que
es, creyendo que Dios lo abandona cuando justamente El está haciendo
en el interior del ser su trabajo más intenso y amoroso. ¿Por qué no
trasponer la vivencia mística a la experiencia creadora y seguir a
San Juan en su doble condición de escritor exquisito y conocedor
excepcional de las honduras del alma? Entonces, más allá de cuáles
sean las causas y razones que regulan los actos creativos, me invito
a dejar que en ese lugar profundo y desconocido del ser donde medra
la creación, sucedan en silencio los fenómenos que gestan la obra
literaria, tolerando la aparente pasividad de la maniobra. No para
negar la producción, ni el trabajo, sino por el contrario, para
propiciar las mejores condiciones, respetando a la vez la índole de
la sustancia dramática y los requerimientos de la intimidad
creadora, renunciando a los prejuicios de la productividad,
acompañando mansamente los silencios, desestimando la culpa de la
lentitud, alentando al temeroso imaginario, aceptando la fogosidad
intermitente del dolor y desandando la omnipotencia a través del
permiso al fracaso. Y como acción suprema de la voluntad, me
encomiendo:
"...que el Señor, nuestro Dios, / haga prosperar la obra de nuestras
manos". (Salmo 89)
[1] Teresa de Avila, "Castillo Interior", Introducción
[2] Idem, Conclusión
[3] Boris Cyrulnik, "La maravilla del dolor, el sentido de la
resiliencia"
[4] Resiliencia "Capacidad del ser humano para hacer frente a las
adversidades de la vida, superarlas y ser transformado positivamente
por ellas" (OPS/OMS, Munist, 1998)
[5] Miguel Hernández, poema "Recoged esta voz"
[6] José Saramago, a propósito de Camoens
[7] Joel y Ethan Coen, "Barton Fink" (film)
[8] William Shakespeare, "Macbeth", Acto IV, Escena III
[9] Joel y Ethan Coen, "Barton Fink" (film)
[10] A. M. Ludwig "Enfermedad mental y creatividad en escritoras",
citado por Cyrulnik en obra referida.
[11] Lope de Vega, soneto "Quiero escribir y el llanto no me deja"
[12] Referencia al tema planteado por Luiggi Pirandello en el
prólogo a "Seis personajes en busca de un autor"
[13] Miguel Hernández, prólogo a "Fuerza del Manzanares"
[14] Roland Barthes, "Fragmentos de un discurso amoroso"
[15] Joel y Ethan Coen, "Barton Fink" (film)
[16] Teresa de Avila, "Castillo Interior", Conclusión.
[17] San Juan de la Cruz, "Noche Oscura"
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