sábado, 27 de junio de 2009

BARBA

TESTIMONIOS

FABRICANTES DE SOMBRAS (CONVERSACIÓN NOCTURNA CON ATAHUALPA)


Eugenio Barba



Se llamaba Capitán Matamoros, era un viejo actor que, según Théophile Gautier, de tan flaco daba la impresión de que su figura estaba compuesta por la unión de dos perfiles. Era la sombra de sí mismo. Murió de pié, apoyado contra un árbol, congelado. Al alba, contra el paisaje cubierto de hielo y nieve, parecía una sombra negra, el monumento a todos los fabricantes de sombras que son los artesanos del teatro. Atahualpa del Cioppo era alto, flaco, casi ondulante, no era actor ("demasiado tímido, demasiado cohibido", decía), pero si hubiese actuado hubiera sido un perfecto Capitán de la antigua Commedia dell'Arte. ¿Un Don Quijote? No, no lo creo. No combatía contra los molinos de viento. Se opuso a enemigos mucho más peligrosos para él y para el mundo. No fue un vencedor. Ni siquiera un derrotado. No era tan exageradamente flaco como para parecer la unión de dos perfiles. Fue un buen fabricante de sombras. Es más, hizo de sí mismo una sombra. Hablo de sombras muy particulares: sombras indelebles. Encontré a Atahualpa varias veces, y cada vez constaté en él esa luz del rostro que da a ciertos ancianos el aspecto de la inocencia, una suerte de infancia sabia. También Julian Beck fue así en sus últimos años. Me pregunto qué es lo que determina esa luz sobre el rostro de las personas que esperaron y lucharon por un mundo más justo -y que no lo vieron. ¿Cómo es posible que no tengan alrededor de su boca la mueca del sarcasmo? ¿Son ilusos? ¿Es la fe, para ellos, más fuerte que la verdad? ¿Es la ingenuidad más consistente que la experiencia? ¿O saben que, en última instancia, la ilusión más peligrosa es justamente la que llamamos desilusión? El coraje, la inteligencia, la alegría impertérrita, la fidelidad a las propias ideas y sueños, el sentido de justicia, la voluntad de rebelión, el desagrado por la mediocridad del mal y el placer por la luz de la razón, la agudeza del análisis y el fervor de la esperanza, no bastan. Son dones efímeros. Cuando nuestra vida comienza a declinar con los años, el mundo circundante corre también el riesgo de declinar y revelar su cara árida. Atahualpa no se plegó a la tentación de la vejez, no se rindió a lo que parece evidente y no perdió la confianza en la acción. Eludir la ilusión de la desilusión parece un juego de palabras. Es, en cambio, la paradoja de la acción: el mundo más justo padece de veras en el momento en el cual se pierde la obstinación de pensarlo activamente. Pero, ¿qué quiere decir un mundo más justo? ¿No es un oxímoron, una contradicción en términos igualmente fuerte que la de la idea de una sombra indeleble? Y, no es acaso cierto que un mundo más justo es la sombra de un mundo que no existe, que nunca existió y que no existirá? En 1984 Atahualpa cumplió ochenta años. La revista Escénica de la Universidad Nacional de México le dedicó gran parte de su número de julio. El artículo de introducción era de Luis de Tavira y me impresionaron particularmente tres argumentos que hicieron resonar algo perteneciente a mis valores y al mismo tiempo despertaron mi lado escéptico y sarcástico, esa parte de mí que se había vuelto adulta durante los años transcurridos en la Polonia socialista, donde los ideales y el optimismo acerca del futuro de un mundo más justo estaban sometidos a una dura prueba. El artículo comenzaba así: "El viejo de nombre legendario, que nació con el siglo, nos describe el paciente itinerario del retorno del sueño a la realidad, por virtud del teatro". Y agregaba: "A diferencia de la ruta de Calderón, al revés, el trabajo teatral de Atahualpa nos testimonia el esforzado arribo entre naufragios de una América de ficción al puerto de la historia". ¿Eran las palabras de Luis de Tavira optimistas e ingenuas? ¿O era su simplicidad enigmática? Sintetizaban una idea de Atahualpa según la cual el teatro podía materializar la imagen de la América soñada por Artigas, Bolivar, Morelos, Pavón y Martí. Pero, ¿es esta la manera de transportar el sueño a la realidad? ¿O es un sueño aún más ilusorio porque al objetivarlo se lo vuelve colectivo? Luis de Tavira nos hacía escuchar la campanilla de una alarma, e inmediatamente después dejaba que fuese acallada por la música de la fiesta de cumpleaños. Ese cumpleaños octogenario, coincidía con el año elegido por Orwell para ambientar y titular una de las novelas más clarividentes, desilusionadas y proféticas del siglo XX: "Hoy, 1984 de funestos presagios orwellianos, el viejo Atahualpa parece más optimista que nunca porque presiente y siente tener a la historia de su lado". ¿Sobre qué fundaba esa extraña certeza que los hechos de la historia contemporánea contradecían? ¿Por qué debía Atahualpa presentir y sentir que tenía a la historia de su lado? La respuesta era sorprendente: "Quizá casi por la simple razón de saberse sobreviviente de tanta persecución, asesinato y masacre". En n cambio social violento, tanto que asistir a un teatro se convertía en un riesgo o un hecho político. “Nada garantizaba que un apagón inicial de un obra coincida con un apagón más en toda la ciudad, integrando la ficción inicial con un apagón general en la toda ciudad, otra agrupaciones colocaban letreros aludiendo de equipo electrógenos de emergencia. También habían funciones al aire libre, sobretodo en las zonas periféricas”. Algunas agrupaciones, sufrieron la censura de parte del estado o por mismo Ministerio de Educación aduciendo que atentaban contra la seguridad. O el hecho que al tratarse de provincias como el grupo “Yawar Sonqo “ de Ayacucho sea citado a la prefectura(·) luego de cada ensayo o representación. Se empieza hablar de la creación de una “Cultura de la violencia”, la tensión psico-social y los diversos signos de la violencia, han pasado de registros y denuncias políticas o periodísticas a convertirse en una suerte de íconos de la historia reciente que se depositan aleatoriamente y caóticamente en el imaginario de la escena nacional , aquí la metáfora teatral alude a lo que exactamente la ciencia social estaba reflexionando sobre la nueva identidad panorámica con una serie de mecanismos como la metodología de la creación colectiva y la redimensión de las relaciones al interior de la escena, los procesos de investigación, la definición de modelos, el trabajo de campo, los procesos de construcción dramatúrgica, han vinculado esta equivalencia de operaciones.Bajo el nombre de Teatro de Guerrilla, introducido el término en los 60 por Augusto Boal, que estaba hecho para incitar a la acción, con esa aproximación surgen también agrupaciones teatrales de Sendero que se originan en las cárceles, para un público que serían los familiares de los reclusos, con una suerte de denuncia sobre los sucesos de los penales. estas agrupaciones muestran la inserción de la violencia, tanto en el caso urbano como en los andinos, la fiesta encarna una simbología especial, tanto que en las fiestas de las comunidispara un tiro de pistola. Atahualpa dirá: "Ese tiro me lo dieron en la conciencia". Luis de Tavira entrelazaba en pocas páginas muchos nudos. Colocaba el teatro de Atahualpa en contacto directo con el mundo. Del contraste florecía una vitalidad que alarmaba. "Hacíamos Brecht antes de conocerlo" dijo una vez Atahualpa hablando de sus primeros años como director, cuando hacía puestas de Miller, Odets, Ibsen, Hochwälder y Usigli. La similitud con Brecht no se fundaba en la elección de estilo o estética -ni siquiera en la ideología-, más bien en una actitud preliminar, una fraternización de espíritu: la voluntad de no dejarse eclipsar por los tiempos oscuros. El teatro de Atahualpa era divertido, lleno de vida, denuncias y esperanzas. Una alegría para los sentidos y la mente, "como la que se tiene por un vino añejo o una nueva idea" decía Brecht a través de Galileo Galilei. Esa alegría de los sentidos y la mente, esa vitalidad jamás desesperada tenía sin embargo una conciencia, y en el fondo de esa conciencia existía un disparo de pistola, la imagen de un hombre justo que se mata en el centro de una plaza en tumulto. Un mito. Me parecía auténtico el modo en el cual Luis de Tavira entrelazaba el teatro de Atahualpa a las grandes tragedias del propio tiempo y del propio país. Pero a esto se agregaban estallidos de optimismo que no comprendía, que me parecían ilógicos y me inducían a tomar distancia. Sólo más tarde me di cuenta que hablaban de cómo hacer indelebles las sombras. Atahualpa cumplía ochenta años, yo estaba en el umbral de los cincuenta. En esos años me visitaban a menudo las imágenes de Antígona. Debido a mi adulto escepticismo "polaco", Antígona había sido para mí casi lo contrario de un mito: un apólogo de la ineficacia. Ese simbólico puñado de tierra que esparce sobre el cadáver del hermano era un modo inútil de oponerse al tirano. ¿Por qué no apuñalar a ese tirano? Parecía que Antígona, la heroína del rechazo que no intenta la revolución, fuese continuamente procesada por el primer y el segundo Bruto, el que dio muerte al rey etrusco de Roma y el que abatió a Julio César. Oponerse a la ley injusta debería ser un acto de lucha política. Antígona era, en cambio, un símbolo del rechazo practicado con medios voluntariamente ineficaces: una contradicción en términos, una ingenuidad, el sentimiento en lugar de la lucha. Antígona se me aparecía como el emblema de la heroína sentimental, sólo en parte rescatable por su testarudez ciega y por padecer una muerte feroz, a pesar suyo. Pensaba incluso poner en escena esta visión mordaz de la heroína mítica. Pero a esta altura escuchaba la advertencia de otra voz, que para mí mismo llamo la voz no-adulta. Esta voz me decía: no, Antígona es mucho más que su aparente ineficiencia. Comencé a darme cuenta que con el conjunto de sus acciones y desobediencias ella había fabricado una sombra. Antígona es una sombra, no un ejemplo. Una sombra que no se desvanece como los fantasmas, cada vez que canta el gallo. Una sombra que se proyecta sobre nuestras certidumbres, más allá de la cultura que ha perpetuado su historia y su mito, y que nadie puede borrar de los muros de nuestra conciencia. Al final de su artículo, Luis de Tavira unía el nomadismo tradicional de los teatros a los viajes de exilio de Atahualpa, nombraba las dieciocho ciudades latinoamericanas en las cuales había sembrado trabajo y puestas. Los cómicos de la legua, decía el autor, eran "portadores de cultura de un sitio a otro. Inquietantes mensajeros de la diferencia". Subrayé mentalmente inquietantes, no diferencia. La diferencia, en sí misma, no es un valor. Es una condición. Puede ser una condición de inferioridad, o una fase preliminar a la integración; incluso una segregación elegida o padecida. Resulta fecunda si se vuelve inquietante. Normalmente los cuerpos extraños, los que calificamos como "diferentes", generan indiferencia y son colocados en los márgenes de nuestra mente y de nuestra sociedad. Si son sentidos como amenazantes, generan hostilidad. Cuando no dan ya miedo, cuando no son sólo extranjeros y extraños, y han sido vencidos, se convierten en museo y espectáculo, adquiriendo la fascinación de lo exótico. El teatro está fuera de esta lógica. Puede ser una diferencia tolerada, subvencionada o incluso halagada. Puede ser una diferencia satisfecha de sí misma. Pero puede también resultar la práctica de una disidencia que logra fascinar, hacerse respetar, mostrarse irreducible. Es inquietante porque no se adecua a las reglas de la lucha. Luchar con ella sería como luchar con una sombra, que cuanto más la aferras, más se te escapa de las manos. Aún más, se convierte en tu mano. La lucha exige que haya un vencedor y un vencido, o -como tercera precaria posibilidad- un armisticio, una tregua. Pero al final de todo la lucha tiende a eliminar el problema, la contradicción; tiende al triunfo de la homogeneidad y de la integración. El perpetuarse de una sombra indeleble es completamente diferente. Es la chispa de una pregunta que mina el compacto espíritu del tiempo. En este caso no se trata de ser vencedor o vencido. Se trata de preservar una presencia que no se adecua al espíritu del tiempo y que no termina en las arenas movedizas de la indiferencia circundante. La diferencia inquietante no vence cuando logra prevalecer, vence cuando logra preservar su presencia trasmitiendo al futuro la señal de la propia no-pertenencia. No es posible no estar en este mundo. Es posible no pertenecer a él. Y es importante preservar el testimonio y la trasmisión de que la disidencia en práctica teatral es posible y eficiente. Era esto lo que en realidad quería decirme esa frase en apariencia tan ingenua de Luis de Tavira. Sí, podía ser justo y sensato que Atahualpa se sintiese conciliado con el mundo, con el futuro, casi por la simple razón de saberse sobreviviente a tanta persecución, asesinato y masacre. La primera dirección para el Teatro El Galpón la realizó cumpliendo los cincuenta años, en 1954. Puso en escena una obra histórica de Fritz Hochwälder, un texto contemporáneo que se conectaba a la tradición de Schiller. Hochwälder era un obrero austríaco educado a través de cursos de teatro popular, que abandonó su tierra natal cuando la Historia hizo irrupción y Austria se volvió nazi. Vivió desde entonces en Suiza. El título español de la obra -"Así en la tierra como en el cielo"- tomado del verso de la plegaria cristiana más importante, reproducía el título francés del drama de Hochwälder. El título original era Das heilige Experiment, "El experimento santo". Esta representaba la noche precedente a la decisión de dar fin a las misiones, verdaderos Estados, que los jesuitas habían creado en Paraguay y que portugueses y españoles destruyeron a mediados del siglo XVIII con la autorización del Papa. Un estado fundado en el comunismo, en la igualdad, la defensa contra la esclavitud y en los ideales cristianos. O mejor: en la teocracia. No creo que las misiones del Paraguay fuesen ese mundo justo como nos lo presentó luego la leyenda. Sin embargo, fueron ciertamente una defensa contra la crueldad circundante. Voltaire dijo que los jesuitas administraban un territorio más vasto que Francia con las reglas que se rige un convento. Podemos preguntarnos qué hubiera sucedido si ese experimento santo no hubiese sido ahogado en sangre, por sus enemigos. La experiencia enseña que cuando se intenta realizar sobre la tierra un reino que encarne un ideal, todo se invierte y, al final, de la libertad crece la tiranía, de la independencia el fanatismo, de la búsqueda de la felicidad el horror. Estos pensamientos y estas preguntas se agitaban en el drama de Hochwälder. Se representó por primera vez en marzo de 1943, en el oasis que era Suiza, mientras alrededor imperaba la guerra, los alemanes ocupaban Francia, las ciudades eran bombardeadas, y en Stalingrado apenas se había frenado al invasor. En la posguerra fue una obra representada en todo el mundo. Luego, la así llamada "guerra fría" no fue sólo la hostilidad entre dos bloques, sino la contraposición entre dos modos diferentes de soñar el mundo y su futuro. Uno pensaba que el progreso podía ser el resultado de la complementariedad de los intereses y de los mercados, de la energía y de la racionalidad de la expansión capitalista a través de la práctica de las democracias; el otro pensaba que era posible realizar de manera científica la utopía, y que para crear las condiciones fuese incluso justo que se renunciase temporáneamente a la libertad. El primero condenaba la destrucción y la violencia, y en realidad las ocultaba, las diseminaba en una red de vasos capilares por todo el planeta, o en actos de fuerza que presentaba como remedios necesarios para situaciones extremas. El segundo predicaba el mito de la Revolución entre la intolerancia y la tiranía. Atahualpa puso en escena "Así en la tierra como en el cielo" el año en que se realizó en Caracas la Conferencia Interamericana contra la Expansión del Comunismo, el año en el que Getulio Vargas fue obligado por los militares al suicidio, y un golpe de Estado en Paraguay llevó a la dictadura de Alfredo Stroessner. Cada uno de estos golpes reforzaba la esperanza de un rescate, cada "noche" hacía más fuerte la creencia en un amanecer más justo, como si la Historia tuviese una moral propia. La pregunta fundamental que se agitaba en el trasfondo de "Así en la tierra como en el cielo" hubiera podido formularse de la siguiente manera: ¿Podemos esperar de la Historia un mundo más justo? Esta es la pregunta que Atahualpa no dejó de hacerse durante toda su vida, intentando evitar que las respuestas se transformasen en un veneno deprimente para la conciencia. Es la pregunta que no podemos dejar de hacernos nosotros que, perplejos, dejamos el segundo milenio a nuestras espaldas. El prestigio de ciertos colores y de ciertas palabras se ha perdido. Los colores de las banderas, el rojo, los slogan, palabras como Pueblo, Patria, Progreso, Historia. Muchos símbolos están carcomidos, y en la boardilla del siglo XX yacen bolsas y bolsas de esperanzas marchitas. Con los mitos no sucede lo mismo. Los mitos son sombras indelebles. Se han ido del gran mundo de una vez y para siempre pero nutren los pequeños mundos. Vivimos en dos mundos. El Pequeño mundo es el ambiente en el cual nos movemos, la trama de nuestras relaciones, el paisaje que nos pertenece y que podemos adaptar a nuestras necesidades. En el Gran mundo existen valles, islas, montañas y oasis que intentan resistir a los vientos de sometimiento y destrucción que llamamos Historia. Los Pequeños mundos logran algunas veces ser lugares en los cuales se cultiva la excepción. Algunos pensaron que el Gran mundo podía invertirse y reorganizarse sobre el modelo más justo de los Pequeños mundos. Otros piensan, por el contrario, que entre el Pequeño mundo y el Grande existe un salto de dimensión, el pasaje de un plano lógico a otro, de modo que aquello que en el Pequeño mundo es fecundo, aquello que puede vivirse y transmitirse, corre el riesgo de transformarse en su contrario -fracaso y violencia- apenas pasa a la dimensión del Gran mundo. La regla del Gran mundo no ha sido nunca digna de la palabra "justicia". En el Gran mundo ha concluido recientemente un milenio. Ha sido el milenio de las revoluciones. Del cristianismo al comunismo, el programa de invertir las reglas del Gran mundo ha iluminado la tierra y la ha incendiado. A menudo, la luz ha vuelto a resplandecer; y también a menudo se ha transformado en profunda tiniebla. El mundo más justo ha sido, a menudo entrevisto, porque nadie lo ha realizado. ¿Existen, por lo tanto, sólo dos caminos, la ilusión o el cinismo? ¿Qué nos indica la expresión mundo más justo? ¿La línea en el horizonte que se aleja a cada paso que nos acercamos a ella? No sé responder a estas preguntas. Ni puedo creer en las respuestas que los otros intentan darme. En este mar cada uno navega solo, con su inteligencia y su corazón. Sé que ciertos valles pueden defenderse y que en su interior se pueden crear pequeños mundos en los cuales vivir parezca más justo. Sé que el teatro ha permitido y permite habitar, fortificar y defender algunos de estos valles. Pero si alguien me pregunta: "En definitiva, ¿en qué crees?", le respondería que creo en la obstinación. Creo que la obstinación representa el mundo más justo en nosotros, no un sueño, sino algo concreto, corpóreo, que pertenece al cuerpo del pensamiento que son nuestras acciones. La obstinación es el mantenerse en pie. Mantenerse en contra. Es la sombra que logra permanecer indeleble, que no se esfuma entre la penumbra del mundo-tal-como-es y la luz deslumbrante de las ilusiones. Es la sonrisa de animal inquieto y de niño del viejo Atahualpa.
Traducción: Rina Skeel.

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