martes, 23 de junio de 2009

JAIME CHABAUD

CUANDO AL DIRECTOR LE SALEN PLUMAS


Por Jaime Chabaud



Decidirme a escribir este artículo sobre los directores de escena
que incursionan en la dramaturgia fue tan "difícil" como "sencillo",
con la paradoja que entrañan tales extremos. La “dificultad”
proviene del deseo de no herir susceptibilidades y de que resulta
inevitable que, al generalizar, uno se llevará injustamente a
respetables creadores entre las patas (sólo si se ponen el saco). La
“sencillez” porque es una reflexión que he masticado largo tiempo.
No me voy a referir a los directores a quienes podríamos calificar
de bilingües o ambidiestros (y no es albur), a aquellos que de
manera natural cumplen más de una función en el engranaje teatral.
Me gustaría hablar de los directores que, con mucho oficio en su
lenguaje, se aventuran en la escritura por no hallar un texto que de
manera precisa exprese lo que ronda sus almas. Tal iniciativa no
sólo es legítima sino necesaria y de hecho ha heredado trabajos
hermosos a la historia del teatro mexicano.
Gurrola, Mendoza, Tavira, Castillo (los dos), Caballero, Acosta
(también los dos) y otros generaron, gracias a esta necesidad
explorativa, espectáculos que se anclaron en la memoria.
Pero aquí viene la parte que me resulta sencilla y en ningún momento
lo planteo con dolo (o quizá un poquito). Nadie niega el derecho del
director de escena a incursionar en ese otro lenguaje que es la
dramaturgia. Sin embargo, existe una trampa que a veces resulta
mortal: la piel de cordero la dramaturgia parece invitarlos a
ejercerla con una impunidad o ingenuidad terribles. Pero el lobo
dramatúrgico debajo de la blanquísima piel a veces resulta cruel y
castrante. Y sí, la dramaturgia es un lenguaje complejo, un
intrincado sistema de mecanismos, signos, estrategias... No querer
comprender su sintaxis, su morfología, lleva a hierros que sin duda
se hubiesen evitado de asumir la necesidad de entender sus misterios
técnicos.
Y en este punto se abren dos caminos: el largo, pletórico de
empirismo y traspiés, y el que asume la enorme diversidad de
herramientas teóricas que hay que aprender y aprehender. Por
supuesto que los directores han leído y conocen de teoría dramática:
Aristóteles, Bentley, Esslin, Lawson, Egry, Boileau, Karvas, Lessing
e incluso Luisa Josefina Hernández; y los gruesos volúmenes
descansan en el librero más cercano a su cabecera. Pero yo me
pregunto, sin ironía ni mala leche (miento: una pizca): ¿qué
mecanismo opera en sus cabezas cuando nace de su pluma una
dramaturgia? ¿Por qué en ocasiones el resultado nos recuerda
justamente aquello de lo que abominan y se quejan de los dramaturgos
“nacionales, tan convencionales los pobres”? ¿A qué se debe que su
afán de “literaturidad”, de poesía, se parezca tanto (en su efecto
con el receptor), al bla-bla-bla de los “autores nacionales”; a ese
bla-bla-bla que descalificaron durante años (y que tenían con razón,
aclaro)? ¿Dónde queda la experiencia escénica acumulada? ¿O por qué
el alarde de “espectacularidad” (firmado en los créditos de programa
de mano como “dramaturgia”) semeja un catálogo de ocurrencias que
terminan por ser también aburridas y su estructura un invertebrado?
¿Cuál es el conjuro que los hace olvidar las herramientas que
ejercitan al llevar a escena una obra ajena? ¿Qué pasa, pues, cuándo
algunos toman la pluma y, no obstante su backround, el producto
resulta tan verborréico como la peor de las obras de “autores
nacionales” que critican?
Asistimos a óperas primas de directores que han arribado a la
dramaturgia y “tocan de oído” y de pronto tocan la flauta pero de
pronto no: el sonido se ausenta, con mayor razón la melodía.
Realizan análisis extraordinariamente exhaustivos de los textos a
montar, los deconstruyen hasta sus unidades mínimas, hasta el fonema
dramático (permítanme robarle el término a la lingüística). Y al
enfrentar la obra con los actores, de cara al escenario, saben
perfectamente cuáles son los macro objetivos del personaje en la
estructura y cuáles son los micro objetivos en la escena; cuáles son
sus antecedentes remotos, mediatos e inmediatos; cuál es la acción y
cuál la tarea; cuáles la peripecia mayor y la menor; qué hay debajo
de cada palabra del autor, encontrando incluso significados que ni
éste sospecharía...
Después de ver lo escrupulosos que son algunos en machacar al actor
para que no pierda de vista el objetivo de la escena, los estímulos
que lo hacen reaccionar de “ésa” manera y no de otra; sorprende que
en sus cuartillas, las suyas, no comparezca el sentido de lo
dramático al festín. Quizá sí concurre la imagen y nos sorprende tal
argucia plástica pero después de un par de horas, al salir del
teatro o al día siguiente, nos es dificultoso saber de que se trató
y cuál fue la poética y no hallamos ninguna impronta del suceso en
nuestra memoria de espectadores.
Y no es poco común la imposibilidad de distinción entre un personaje
y otro porque el idiolecto de todos es muy similar y es que el
discurso del director venido a autor los avasalla; porque sus
criaturas tienen una enorme necesidad de decirse y nada callan y
nada ocultan y por tanto son previsibles o carentes de complejidad,
sin contradicciones entre su hacer y su decir, lo saben todo; y al
mismo tiempo los personajes no saben por qué están en escena dado
que al “autor” se le olvidó objetivar a cada uno (suena extremista
pero ya encarrerado el ratón, pus que chingue a su madre el gato).
Entonces la peripecia puede no estar en foco o pasmarse; la tarea a
veces ejerce tal fascinación sobre el “autor” que éste cree elevarla
al rango de peripecia cuando en realidad no suma nada al eje rector
de la acción y sólo aparece como un elemento distractor, molesto.
Como este libelo se pasa ya de radical creo conveniente parar y
puntualizar algo: todas las generalizaciones son malas, incluida
ésta.
Si el lector regresa unos cuantos renglones, verá que dejé de
calificar como “director venido a autor” a los sujetos de mi
diatriba y ahora utilicé la palabra “autor”. Este cambio es, antes
que nada, para sentirlos colegas y cómplices. Los “autores”, por
ejemplo, hemos padecido en desarrollar un sentido del “espacio” y
pocos casos encontramos en donde se haga una exploración a fondo en
este rubro. Se suele dejar a la deriva, a que “lo solucione el
director” cuando puede perfectamente determinar la poética de un
texto.
Si un cambio se ha operado respecto al quehacer teatral en las más
recientes generaciones de teatristas, radica justamente en la
exploración y diversificación de roles. Desde las aulas el director
en ciernes fue primero actor o dramaturgo o productor o escenógrafo
y en buena medida se preocupó por estudiar los lenguajes de su
predilección. Al tiempo que estableció alianzas y complicidades y
quizá vio con más respeto el complejo de sistemas y signos del
lenguaje de la dramaturgia; en el que además aún no se ha dicho, ni
mucho menos, la última palabra. Cuando al director le salen plumas y
afronta tal riesgo con frenesí y rigor no sólo me parece aplaudible
sino necesario; aunque otros escritores puedan estar en absoluto
desacuerdo conmigo. Y no sólo no me opongo a que le salgan plumas,
también deseo verlas relucir.



JAIME CHABAUD pertenece a la generación más joven de dramaturgos
mexicanos.
Ha recibido numerosas distinciones por su trabajo dramatúrgico: en
tres ocasiones el Premio Punto de Partida de la UNAM (1987, 88, 89),
dos años consecutivos el tercer lugar del concurso nacional de
dramaturgia de la Universidad Autónoma de Nuevo León (1990 y 91),
Mención honorífica en el concurso internacional de la revista Plural
(1989), y el Premio Nacional de Dramaturgia Fernando Calderón;
además, la crítica especializada le ha otorgado el Premio Iniciación
dramatúrgica 1989, la Asociación de Periodistas Teatrales el Premio
al Mejor Teatro de Búsqueda (1994), la Asociación Mexicana de
Críticos de Teatro el Premio Oscar Liera como Mejor dramaturgia
actual (1995), y el INBA el Premio Nacional Obra de Teatro 1999.
Como investigador ha publicado cuatro libros recuperando la
dramaturgia mexicana del siglo XIX y colaborado con ensayos y
artículos en diarios y revistas especializadas como Latin American
Theatre Rewiev, Máscara, Tramoya, Repertorio, Artes Escénicas,
Escénica, Boletín CITRU y Gala Teatral. Colaboró en la sección de
México de Escenarios de Dos Mundos, Inventario Teatral de
Iberoamérica, publicado por el Ministerio de Cultura de España.




AÑO 10. NÚMERO 17-18

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