miércoles, 24 de junio de 2009

CUBA Y SU TEATRO (Vivian Martínez)

Mientras telespectadores de todo el mundo seguían de cerca las incidencias de los XXVIII Juegos Olímpicos de Atenas y la afición cubana se estremecía frente a los avatares del equipo nacional de béisbol en su camino al oro, en la escena se cocinaba un montaje que tiene como uno de sus personajes protagónicos a un deportista, precisamente un gran pitcher en declive, casi en vísperas del retiro. Se trata de "Penumbra en el noveno cuarto", la tercera obra conocida de Amado del Pino, que obtuviera el Premio de Teatro José Antonio Ramos 2003, que convoca la UNEAC. Esta perspectiva no es nueva entre nosotros. Un estadio habanero fue el escenario elegido por Ignacio Gutiérrez para la trama de "Llévame a la pelota", visto desde el vestidor de los guardias, que serían protagonistas involuntarios de un enfrentamiento ético al verse involucrados en un hecho represivo de la dictadura batistiana. Y recuerdo como el desaparecido dramaturgo y director Jesús Gregorio situó en el centro de dos de sus textos figuras cubanas históricas de las lides deportivas: el corredor de fondo Félix Carvajal en "Cómo, cuándo y dónde halló la fortuna el andarín Carvajal", y el boxeador Kid Chocolate, en "Chocolate campeón", ambas también ganadoras del Premio UNEAC, en 1978 y 1981, respectivamente. Pero si las dos tragicomedias de Gregorio tomaban como punto de partida hechos reales de la vida de dos singulares atletas cubanos, con un afán de tributo reconstructivo, Amado del Pino -fanático del béisbol-- opta por una suerte de analogía de la dinámica del juego, para abordar tensiones e ilusiones humanas, carencias de cuatro seres atrapados en circunstancias que les han impedido alcanzar la felicidad. Y aunque la trama es toda ficción, la caracterización de Lázaro, el personaje principal, se apoya en rasgos de notables jugadores de ahora mismo. La acción transcurre en una posada, ese lugar reservado para las aventuras amorosas pero también, hasta hace algún tiempo, para los necesarios encuentros entre muchas parejas que no disponen de un espacio propio e íntimo para su vida sexual y, luego, para albergar provisionalmente a familias sin techo. El título recrea la arista deportiva del tema pues el noveno cuarto es, a la vez, una identificación de un espacio de acción en la posada en el devenir de la composición elegida, en cuadros; y la última entrada en la estructura convencional del juego de pelota, que se traslada aquí a nivel externo, y que, como me comentó un cercano intelectual, hace de la pieza una reflexión sobre la metafísica del noveno inning, en el que muchas veces se decide todo. Lázaro, el pitcher, ha ganado la fama y la admiración de muchos por la elegancia y la efectividad de su desempeño, pero su brazo pierde potencia sin que haya logrado crear una retaguardia personal y afectiva. La aventura japonesa con Tati, cuando el placer sexual les sirvió para paliar distancia y otredades y ahogar nostalgias, entre comidas frugales compartidas y la conciencia de vivir el presente, no parece convencerle para mandarlo todo al diablo. Tati, la mujer, se aferró tanto a una estabilidad sin bases firmes que se ha quedado sola, y Lázaro es, más que el hombre que le gusta, la esperanza de una compañía, de un respaldo humano que está pidiendo a gritos. En la posada, dos hombres muy diferentes esperan el cierre y mastican incertidumbres. Renato, un tipo inescrupuloso, detrás de cuyo machismo elemental se descubre una arista sensible cuando evoca lo bien que se siente cuando ha logrado llenarle el congelador a su mujer y a sus hijos. Y Pepe, un personaje cuya riqueza conmueve y nos gana desde la primera entrada. Criado a golpes, entre pérdidas y desencantos, es capaz de robar pero conserva una singular ética de respeto a los otros, al dolor ajeno y a valores que para él, todavía, son intocables. De vuelta de la cárcel y de peligrosas adicciones, se mueve en una cuerda floja evitando caer en un hueco negro que ya conoce, y su gracia natural, cierto candor que ha sabido conservar, es una de sus mejores armas. Lo marginal aliado de la precariedad y el desencanto, no reñido con buena dosis de gracia y choteo -ingeniosas ocurrencias que matizan el lenguaje, frases de moda del argot callejero y del "ambiente"--, y hasta de ternura que sale de una faceta humana, solidaria, que en el personaje de Pepe no puede desdeñarse; lo "marginal" que se vuelve corriente o "normal" a fuerza de práctica generalizada. Lo marginal que se sostiene aliado a cierta ética masculina, de hermandad incondicional, de ver a la mujer del amigo como un ente asexuado, pero también de "meterle mano" a la ocasión, sin vacilar, cuando la hombría es retada. Lo soez que revela sin ambages la atracción sexual, llevada a instinto primario, es sublimado desde lo esencial y lo auténtico. Y a cada momento aflora la poesía de la pelota, la mística del deporte nacional, de un juego íntimamente ligado a la masculinidad, al culto al cuerpo del hombre, diestro, dispuesto. Los apagones de cierre de cada cuarto están trabajados en función de rezumar pasiones contenidas, emoción por el descubrimiento del otro, la amistad necesaria para echar pa'lante y la admiración que estimula la autoestima lacerada. "Penumbra en el noveno cuarto" desafía al discurso positivo, al canon triunfalista del bienestar y la complacencia para acercarnos, con humanismo y agudeza, a sensibles vacíos de la vida cotidiana. Escollos para el bienestar que apuntan a conflictos agudos del presente: el divorcio entre las expectativas y la realidad, entre el esfuerzo y la recompensa, así como la presencia de conductas y procederes que se mueven dentro de la ilegalidad y que relativizan nociones como lo marginal. La obra mira al lado oscuro de cuatro personajes ni típicos ni raros ni excepcionales, hurga en la sordidez de la pobreza material que condiciona la pobreza moral y del espíritu, recurre al espíritu que anima conocidos eufemismos: "luchar", "escapar", "resolver", como formas de soslayar la crisis, alternativas de emergencia para la precariedad. La puesta de Osvaldo Doimeadiós evidencia su talento y su sólida formación en el lenguaje de las tablas al lograr darle auténtica vida al pequeño mundo en el que estos personajes cruzan sus dramas. Elige un ámbito minimal y escueto en el que resalta el actuar de los cuatro roles. Las escenas se alternan y se trasladan de lugar como para presentarnos diferentes aristas de cada problema, de cada situación, de cada objeto elemental y reconocible en su simpleza, para romper el estatismo exterior y mover la perspectiva de las ideas. La austeridad del espacio se afirma en los diseños escenográficos de Ramón Casas, con un telón pintado lleno de nocturnidad citadina, de evocación productiva, y que saben sacar partido de la disposición de la escena y las entradas laterales para prolongar el espacio imaginado más allá de lo visible. Los actores defienden con sentido de creencia sus roles y consiguen equilibrar el juego de la escena. Néstor Jiménez asume el debate interior del pelotero y la inseguridad y la amargura se dan la mano en su expresividad contenida. Gilda Bello fue creciendo en la apropiación de la muchacha que ha madurado sin tener mucho de que regocijarse, con una sensualidad juguetona y despierta para alimentar su menguada dosis de ilusión en la relación con Lázaro y Pepe. Aún debe cuidar cierta tendencia a un tono vocal un tanto mecánico, como demasiado hecho. Renecito de la Cruz saca adelante su Renato pobre de espíritu y oscuro, sabichoso y luchador. Este rol, junto al Neruda de "El cartero", confirman su capacidad y talento. Y Omar Franco es la gran revelación de la puesta. Orgánico y preciso, construye un Pepe que desborda humanidad, contradicciones, dolor y verdadera gracia. El actor, hasta ahora conocido por su desempeño humorístico en logradas imitaciones pero sin haber enfrentado personajes de gran desarrollo sicológico, sorprende por el arsenal de recursos físicos, vocales e internos que despliega ante nosotros. Franco aprovecha su físico, alto y enjuto, que torna más desgarbado cuando siente y nos hace sentir el peso del pasado. Especialmente memorable es la escena, casi al final, en que le cuenta a Lázaro un episodio criminal en su vida, enronquecido y tembloroso, notablemente verosímil y capaz de conmover a la platea. Hay que reconocer el acierto de la dirección al arriesgarse en elegir a este actor, "descubrirlo" para el teatro dramático y potenciar sus recursos a un nivel que no abunda en la escena de ahora mismo. Desde la carne y la materialidad de la escena, desde la palabra precisa y el gesto elocuente, Penumbra en el noveno cuarto consigue reflexionar y construir eficaces ficciones sobre aristas de la realidad de ahora mismo, por medio de la estilización y el aliento creador del buen arte, con el empleo de metáforas e imágenes en que lo crudo y lo poético se dan la mano e iluminan un poco más en el sentido de nuestra propia vida.

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