jueves, 25 de junio de 2009

!!!!!!PARA MARIO DELGADO!!!!!!!!!

LA DRAMATURGIA LATINOAMERICANA
ANTE LAS NUEVAS TENDENCIAS DEL TEATRO

por José Luis Ramos Escobar


Dice la sabiduría popular que para ver el bosque hay que salirse de él. Buscando esa perspectiva más totalizadora, estuve un año en España. Además de investigar a fondo el asesinato en 1897 del Primer Ministro de España, Antonio Cánovas del Castillo, a manos del anarquista italiano Michelle Angiolillo y la posible participación en la conjura de Ramón Emeterio Betances, dirigente del Partido Revolucionario Cubano en París y a quien se le denomina en Puerto Rico como el Padre de la Patria, aproveché la estadía para empaparme del teatro que se realiza en España y del que llevan las compañías internacionales. Este artículo surge de la reflexión que produjo en mí esa inmersión en el teatro internacional. Tomaré dos obras como indicativas de tendencias que parecen tener mayor significación y trascendencia: "I la Galigo" del director estadounidense Robert Wilson y "Me cago en Dios" del dramaturgo español Iñigo Ramírez de Haro. Robert Wilson, mejor conocido en Europa que en su propio país, a pesar de que montó el acto artístico de las Olimpiadas de Atlanta, escogió un poema épico del sur de Sulawesi en Indonesia como base para su montaje. El poema épico "Sureq Galigo", que tiene seis mil folios, es el mito fundacional del pueblo Bugi, mito que es pre-islámico. La adaptación de Rhoda Grauer reduce la extensión aunque conserva los tres mundos de la cosmogonía de los Bugis: el Superior, el Subterráneo, ambos habitados por los dioses y el Mundo medio, reino de los seres ordinarios y de la realeza de sangre blanca. La obra recoge en síntesis la historia de la formación, destrucción y renovación del Mundo medio y de la primera edad de la realeza blanca descendiente de los dioses. Wilson produce un espectáculo que dura tres horas y cuarto de acción ininterrumpida con más de sesenta actores y músicos. La concepción de Wilson es espectacular, es decir, privilegia los efectos visuales y sonoros sobre la acción. El crítico Marcos Ordoñez señala: "En I La Galigo hay coreografías pasmosas, grandes árboles y navíos mágicos, cuentos sutiles y sutilezas sin cuento, pero personas, lo que se dice personas, pocas; ése es su juego, con todo su hueco y todos sus relieves."(El País, 5 de junio de 2004, Babelia, p. 18) Coincido en que la belleza plástica es inigualable. La correlación entre música y ritmo escénico es de tal sincronización que no hay un gesto, paso o ademán que no esté marcado por la música. Lo que no hay en "I La Galigo" es actuación. Es decir, se baila de manera magistral, se construyen imágenes de una belleza inspiradora, pero no se actúa. Hay un narrador externo, un sacerdote Bissu situado en el foso, que narra la acción que vemos detrás. El tono litúrgico es monótono, sin matices, sin inflexiones. Y los bailarines cuando gesticulan, porque nunca hablan, asumen poses melodramáticas que presentan un mundo maniqueo de bondad o maldad absolutas. Evidentemente no es el propósito de Wilson profundizar en la caracterización. Su labor se acerca más a los montajes espectaculares de La Fura del Baus o los montajes orientales de Peter Brook, con un énfasis excesivo en la lentitud escénica y en el preciosismo de las imágenes. Este montaje de Robert Wilson nos lleva a cuestionarnos cuál es la finalidad del arte teatral. Para algunos, Wilson ejemplifica al teatrista posmoderno que se aleja de los lineamientos principales de la representación, eliminando la caracterización y sustituyendo la palabra por imágenes visuales, danzas y composiciones pictóricas. Otros señalan que la búsqueda de un poema épico oriental es parte de una tendencia de escapismo que se manifiesta en el mundo occidental ante el agotamiento de los temas y formas tradicionales de la literatura dramática europea y americana. Sin embargo, el enfoque maniqueo de la representación no es característico de la posmodernidad, así como tampoco la visión épica, que estructura al mundo en una gran narración de significado coherente, puede interpretarse como afín al movimiento posmoderno que niega los grandes discursos narrativos y elimina del teatro todo vestigio de ideología. El montaje de Wilson es para algunos críticos muestra del llamado arte por el arte, concepción que postula que el arte no precisa de ninguna justificación más allá de la búsqueda de la belleza inefable. Claro que en el caso de Wilson esa búsqueda es muy onerosa porque sus montajes son muy costosos. Estamos aquí ante el teatro espectacular, con grandes recursos y artilugios que embelesan y sorprenden, pero que no producen reflexión alguna y que relegan a los actores al gallinero. El otro montaje paradigmático es el de la controvertible obra "Me cago en Dios". Desde que vi el título supe que el montaje levantaría ronchas, sobre todo en un país tan católico como España. Conozco personalmente al autor y sé que su vena irónica, satírica y burlona permea su creación dramática. Pero esta obra iba más allá de toda expectativa. En el programa de mano se plantea que la obra es: "Tu entrenamiento de autoayuda espiritual para abrir las entrañas: tu entrañamiento. ¡Ya no más estreñimiento! Amigas, amigos, hay muchos productos para combatir el vacío. Sin duda, os recomendamos a Dios. Dios nunca falla. ¡Compra Dios, caga más blando!" Además se le reparte al público un manifiesto de las víctimas de las religiones que entre otras cosas señala: Las religiones se siguen cebando perversamente en las mentes infantiles de los niños... Mientras los curas y monjas obligados al celibato anden sueltos, nuestros niños no estarán seguros sino en peligro de toqueteos, violaciones, sodomizaciones y otras torturas físicas y psicológicas. El Manifiesto termina exigiendo que las religiones sean prohibidas hasta los 18 años y que se ponga "La religión mata" en todos los productos de consumo religioso y, por supuesto, a la entrada de iglesias, mezquitas, sinagogas y demás templos de cualquier secta o religión, que para el caso es lo mismo. Obviamente el desafío estaba servido. Lo que en México y Nueva York había pasado sin pena ni gloria, más allá de una crítica mojigata o un espectador que salía de la sala ofendido, en Madrid provocó un escándalo de grandes proporciones. La presidenta de la Comunidad de Madrid, cuñada del autor, llamó a la obra blasfema. La mecha estaba encendida. Unos días después, dos nietos del ultraderechista Blas Pinar interrumpieron la función en el Círculo de Bellas Artes, agredieron al actor Fernando Incera, al dramaturgo y a una técnico de sonido, y rompieron parte de la escenografía y del equipo de sonido. Posteriormente se iniciaron procesos judiciales en contra del autor por ofender la moral pública. La obra fue trasladada al Teatro Alfil donde hubo que poner un fuerte dispositivo de seguridad para proteger a los integrantes de la producción. La agrupación Alternativa Nacional movilizó cientos de personas para protestar todos los días frente al teatro. El título de la obra fue cambiado. La palabra Dios fue sustituida por la producción por una banda blanca sobre la que se leía la palabra Censura. "Me cago en Dios" es una obra de palabra, es decir, existe en virtud del texto dramático y no necesita de ningún efecto escénico más allá de las dotes del actor para encarnar al personaje del monólogo. Su fuerza dramática depende de la actuación y logrará su mejor efecto según de efectivo sea el actor. Sin embargo, el efecto de la obra antecede a la representación, con consecuencias que se extienden fuera del escenario. Es un desafío, una burla, una crítica mordaz y una invitación al enfrentamiento de ideas obsoletas y concepciones dogmáticas. ¿Es la finalidad del teatro provocar al público, desatar pasiones e invitar al enfrentamiento? ¿Puede uno maldecir el nombre de una deidad que muchos consideran sagrada y a la que dedican toda su devoción? ¿Existe un deber ciudadano para los dramaturgos? ¿Cómo enfrentar la concepción dominante de la moral? ¿Hay una ética para los dramaturgos y teatristas? ¿No es ésta otra versión de lo que Salman Rushdie hizo con sus versos satánicos o es tan sólo una reedición de lo que el Living Theatre hizo en los sesenta? ¿Se atrevería un dramaturgo de nuestras latitudes a escribir y representar una obra así?¿Existen límites para lo que podemos escribir y representar? ¿Cómo responderíamos a una obra que plantease que el símbolo de nuestras creencias más profundas asa su devocitud vos y elimina del teatro todo vestigio de ideologe los temas debe ser maldecido? En fin, ¿cuál es la función del público en una representación? Sabemos que la teoría estructuralista establece que el receptor es quien le da significado a la representación. Es decir, la recepción establece la repercusión de la obra y delimita su efectividad. En la medida en que el público receptor varíe, cambia el significado, ya sea porque el contexto en que se escribe difiere del que decodifica o porque las convenciones de la representación no son compartidas por los espectadores. En "I La Galigo", parte del público termina por empalagarse por tanta imagen y abandona el teatro a las dos horas de la representación. Otros permanecen hasta el final, aunque la obra no apela a las emociones y es un puro ejercicio de contemplación. En "Me cago en Dios", parte del público se indigna, otros comparten la burla, los más cínicos son apáticos, pero la opinión pública se estremece, sin entrar en consideraciones de la calidad de la obra o del actor. A menudo, las autoridades se escandalizan y prohíben, como hizo el alcalde de San Juan de Puerto Rico cuando en 1899 se representó en el hoy Teatro Tapia la obra "La entrega de mando o fin de siglo" del cubano Eduardo Meireles. Los grupos religiosos pueden movilizarse en contra de una representación que consideran ofensiva, aunque en la mayoría de las veces no la han visto, como sucedió cuando el obispo de Ponce, la segunda ciudad de Puerto Rico, censuró la obra "Los ángeles se han fatigado" de Luis Rafael Sánchez porque había un desnudo de la actriz Elia Enid Cadilla, o como cuando se piqueteó la versión teatral de "La última tentación de Cristo" por parte de grupos fundamentalistas. Obviamente el fenómeno no es nuevo. Ya en el siglo de oro, los espectadores solían tirar objetos si la obra no era de su agrado. En Grecia, las autoridades llegaron a multar a un dramaturgo por haber hecho llorar al público, hoy probablemente le darían un premio. Lo que está plateado es la finalidad del teatro y su repercusión en el espectador. El dramaturgo se enfrenta a un público que define lo que es aceptable o rechazable de su obra, no por la calidad de su escrito sino por la significación imputada. Las fuerzas sociales tienden a intentar controlar la creación dramática, de acuerdo a su concepción y su particular visión de mundo. ¿Debe el dramaturgo someterse a esas fuerzas ciegas y autocensurarse? ¿Puede la creación teatral seguir siendo creación si está delimitada por factores externos a la misma? Éstas y otras preguntas surgen cuando nos enfrentamos a las nuevas tendencias del teatro mundial, a veces no tan nuevas, y nos plantean cómo nuestro teatro se inserta o se mantiene aislado de esas corrientes. La contestación nos conducirá por caminos que se bifurcan y que pueden cuestionar o sustentar la pertinencia y necesidad de nuestra actividad teatral.

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