ASTEARTEKOA Kepa Ibarra (*)
El carro de Tespis
Los niños juegan a ser cabritillos, brujas y dragones, com ointentando dar vida a un sueño eterno que al final sólo dura unos minutos y después se esfuma en el mismo despertar. Ellos son los verdaderos depositarios de una verdad insumisa que cuando se iza el telón da paso al corazón más sincero, como queriendo demostrar que a pesar de las lógicas deficiencias el resultado de su presencia en tablas (escenario) es excepcional e íntegra. Son los hijos de lo que siempre tuvo que ser y quizá no fue. Jugar a ser mayor en las Artes Escénicas supone afianzar un concepto entre racional y sublime de todas las cosas. No hay posi- bilidad de redimirse de ninguna pena ni cabreo mayúsculo porque el reloj de la profesión siempre corre en contra, no hay tiempo, ayer es historia, hoy parece que explotamos nuestra vena dramática y mañana es tan incierto como que hay que mirar bien el calendario y saberse integrado o literalmente olvidado.
A un músico de Conservatorio se le puede insinuar que aquello no es lo suyo, o que va a acabar integrándose en la Orquesta Filarmónica de Londres o que lo suyo puede ser de alguna sinfónica local, previendo que formación e innatez alguna vez se han dado la mano o algo parecido. Quizá algo parecido a lo que le puede ocurrir a una bailarina de formación siempre precoz que con veinte años tiene más (años) y con treinta quizá menos. En el Carro (teatral) de Tespis el lleno siempre ha sido absoluto, aunque sea un carro pequeñito y matón, atiborrado de artilugios variados y colores vistosos. Porque todos metidos en la carreta ha añadido complejidad y hasta hilaridad al asunto, desde quien se piensa que el carro es suyo, hasta quien piensa que a pesar de todo cien años no es nada y aquí no sobra nadie, hasta quien piensa que con la amistad y un par de patadas gloriosas al texto es suficiente para tener una estancia perpetua en este hotel ambulante de los líos.
Es cierto que ante tanta estrechez la estupidez de algunos también ha tenido su rinconcito, que no todos somos iguales y que ante lo perentorio sólo nos queda la respuesta rápida o el recurso glorioso de la sorna extendida con toneladas de sal. Me parece a mí que la profesión y sus profesionales guardan alguna razón última a cada palabra que evaden, por no decir que aquí, con la razón y con la experiencia hemos topado, se puede hacer perfectamente un sabroso caldo para las noches de tablas y ensueño, un viaje de vuelta extenuante a una casa que se comparte, y mañana ya veremos. Porque todo es irretornable en las Artes Escénicas. Nadie es inmutable, unos van y otros vienen, y los que están hace tiempo que le han visto las orejas al lobo, conocen la fiesta que hay montada en torno a lo real y lo sublime, saben que precariedad alguna vez ha exigido un plus de hambre, y que si la fiesta continúa es porque a los advenedizos les sobra champagne y encima invitan ellos por si las moscas buscan otro panal.
Y es que las Artes escénicas siempre han tenido algo de caos y algo de desencuentro. Y considero que todo es lícito, que todo vale aunque sea de mentira o con una verdad a medias o a escondidas, forzando la sonrisa cuando por lo bajini se echan pestes contra el amigo que desde hoy es nuestro más cariñoso enemigo, y todo porque existe un permanente estado torrencial en este arte que nos hace vivir a espensas de la próxima vibración, un temporal mal llevado y hasta de una lotería caída del cielo con no sabemos qué oscuras consecuencias posteriores.
No podemos olvidar que ésta es una profesión en la que todavía se trabaja a golpe de inercia, improvisación recurrente y futuro incierto. Se trabaja y se subsiste en base a una productividad que más depende de otros que de nosotros mismos, fieles deudore de una tradición que todavía recurre a la paradoja y a algún director polaco inventado con el único fin de seguir adelante y no morir en el intento. Las instituciones deben proteger los intereses de las Artes Escénicas y apoyar estructuras que dinamicen los recursos técnicos y creativos de la profesión, valorando propuestas y ejercitando una labor social y estratégica de hondo calado político, mientras los profesionales tienen que obligarse a ordenar el carro de acuerdo a permisas de solidaridad, respeto, calidad excénica y sobre todo dignidad en las propuestas y en los compromisos colectivos adquiridos o consensuados. Es una necesidad que se plantea urgente si queremos que en el carro de Tespis entremos todos, seamos capaces de ordenar el tablero y hasta nos tomemos un piscolabis a la salud de nosotros mismos y nuestras circunstancias (que son las de todos).-
(*) Kepa Ibarra es Director de Gaitzerdi Teatro
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