martes, 9 de junio de 2009

ANA CORREA (yuyachkani)

LA NO PRESENCIA
La mujer de negro de Adios Ayacucho
En 1990 estábamos trabajando en proyectos personales. El único que recorría permanente las salas de trabajo era Miguel Rubio, nuestro director, uniendo como un cordón umbilical la creación grupal. Yo estaba creando la demostraciòn "Una Actriz se prepara", revisando los principios de mi entrenamiento físico y sistematizando los elementos que me habían ayudado a construir una presencia en escena, a atraer la mirada del espectador, a tener vida propia.Un día Miguel me pidió que lo asistiera en el trabajo corporal con Augusto, quien estaba utilizando un terno viejo, un par de zapatos, una bolsa negra de polietileno y una mesa en su nuevo trabajo. Me dijo que prefería no contarme de que se trataba para que la investigación no fuera influenciada por un tema. Esto me dio mas libertad en la búsqueda que culminò con un material abundante y muy sugerente. Había sido un oasis lúdico en medio de nuestros procesos de creación.*Pasaron algunas semanas y Miguel invitó a todo el grupo a ver el avance del trabajo de Augusto. Era una inquietante adaptación que había hecho del cuento de Julio Ortega “Adiós Ayacucho” utilizando en el espacio escénico un ritual fúnebre andino en donde se velan las ropas de un difunto. Allí estaban el saco, el pantalón y el par de zapatos que ya conocia tanto y que en escena pertenecían a Alfonso Cánepa, un dirigente campesino ayacuchano desaparecido por las fuerzas del orden. Era un espíritu que viajaba desde el lugar donde lo mataron hacia Lima buscando las partes que le faltaban de su cuerpo para juntarlas y enterrarse.Me conmovió mucho escuchar el testimonio directo de un desaparecido, de un alma en pena que pugnaba por contarnos con detalle lo que vivía y moría al mismo tiempo. Sufrir significa en realidad atravesar por una situación y es lo que él hacía, atravesaba el dolor, el instante de la muerte, de la pena, de la despedida de sus padres, de su casa, de su pueblo,. Atravesaba por el viaje a la capital de su país tan dividido en partes como su cuerpo mismo. Sin embargo el llegaba al otro lado, al momento de la recomposición, del entierro y el descanso con esperanza…”ya me levantaría como una columna de piedra y fuego”.Fue sorprendente para mí como el director había tomado fragmentos vivos de las secuencias de objetos que re orquestados y puestos en otro contexto creaban nuevos sentidos. Ese mismo día recibí la invitación de apoyarlos con el trabajo musical y acepté de inmediato porque estaba impactada con el excelente trabajo de Augusto. Asì empezaron muchas sesiones de improvisación en la que al comienzo probamos lo que ya conocíamos de la relación de la música y el teatro: la música que remarca la acción, que crea ambiente, que se adelanta a la palabra, que comenta la acción. Pero no resultó suficiente y allí Miguel me dio una indicación indispensable para lo que luego vendrìa, trabajar la no presencia. Mi investigación actoral se tornó realmente dialéctica. Por horas estaba trabajando en mi demostración sobre como construir presencia y por otras en Adiós Ayacucho, tratando de negarla con la no presencia.Nosotros habíamos tenido la oportunidad de ver en el teatro Kabuki del Japón a los kurokos, presencias con el rostros tapados, vestidos totalmente de negro, los cuales como servidores en escena colocan elementos, ayudan a desvestirse y vestirse a los actores con una limpieza de movimientos que no perturba al espectador ni lo saca de su foco de atención. Eran presencias que entraban y salían por segundos. Presencias puntuales y precisas. Su recuerdo nos inspiró.Colocamos un poncho extendido y sobre el todos los instrumentos. Me sentè en medio sobre un ladrillo pandereta y me puse tres tareas. La conciencia permanente de mi centro de fuerza, brazos y manos relajados que debìan hacer el mínimo de movimientos necesarios para la ejecución de las acciones: coger el instrumento, prepararme para la ejecución, tocar mirando la acción de Augusto, dejar el instrumento en un lugar preciso. Trabajar lo simple, lo sencillo. No derrochar la energía corporal en movimientos. Miguel me propuso otras: “Que toda tu actitud y acción estén conectadas y dirigidas hacia el oficiante. Que tu presencia sea un contraimpulso de la mirada del espectado. Que el espectador te mire y que tu mirada y acción lo lleve hacia la escena nuevamente”. Poco a poco logré hacerlo, manteniendo mi cuerpo en un pequeño desequilibrio al sentarme, dilatando las pequeñas acciones, ahorrando movimiento, dejando que la emoción del relato se expresara a través de los instrumentos, que no llegara a un gesto en el rostro, sólo en mis ojos como ventanas del alma. Pero no lograba la calidad energética e interpretativa que necesitábamos porque al tocar el instrumento regresaba a la energía cotidiana. Investigando leímos sobre como la música es capaz de producir cambios en el ritmo cardiaco y respiratorio, así como en la tensión muscular. Un tono agudo provoca tensión, una armonía menor lleva a la tristeza y un ritmo lento ralentiza la actividad fisiológica. Según algunos musicólogos, la marcha fúnebre de Beethoven disminuye un octavo las pulsaciones del corazón. Las escalas según sean mayores o menores son catalogadas como nobles, francas, brillantes, guerreras, briosas, patéticas, tristes.. Yo no soy música. La manera en que hemos aprendido los Yuyachkani a tocar ha sido fundamentalmente a la usanza tradicional, escuchando, imitando, tocando en las fiestas populares, bebiendo del toque de las entrañas. Ha sido poco el aprendizaje académico. Esto no me impide buscar siempre la mejoría técnica sin embargo en esta oportunidad decidí escuchar mi intuición de actriz, recurriendo a nuevas sensaciones como conectarme con la vibración de los instrumentos. Sentir la vibración en el vientre, en el pecho, en el rostro y de estas sensaciones aparecieron nuevas imágenes. Empecé a probar lanzando estas vibraciones hacia una persona que agoniza, a tocar alentándolo a seguir viviendo, a tocar ayudándolo a levantarse, alertándolo, alegrándolo, consolándolo para que se vaya el dolor. Tocar sin perturbar, Así apareció en los sikus el aliento de mi respiración, en las tarkas el grito que advierte, en el pututu la despedida a los Apus, en la mandolina los sonidos pequeñitos del dolor, en el charango las melodías que no terminan sino que se detienen como suspendidas por una inhalación de susto.Como actriz fui creándome lazos secretos de conexión con Alfonso Cànepa que me ayudaron a construir esta presencia, esta mujer andina vestida de negro que sentada como una roca se mantiene incólume frente a tanto dolor, pero que a la vez es capaz de entregar aliento de vida. Un lazo fuerte apareció con el sentimiento de su madre “…me lo han matado…su alma no encontrará descanso. Tenemos que encontrar su cadáver para darle cristiana sepultura”.. Me dije, esta mujer es la madre, la hermana, la viuda, es una de las cientos de mujeres que en el Perú buscan a sus hijos secuestrados, muertos, desaparecidos, que postergan su vida personal y se dedican en cuerpo y alma a buscarlos con tanto coraje.Los otros lazos fueron naciendo a lo largo de los años como el de la unidad de los contrarios de la cosmovisión andina , en donde los contrarios siempre están juntos, pegaditos, piel con piel, en donde ninguno es si el otro no es. “No hay día si no hay noche, no hay tierra si no hay agua, no hay hombre si no hay mujer. Es que se necesitan. Si uno no está el otro no está, la vida buena no está”. En Adiós Ayacucho somos dos, un hombre y una mujer, ella de negro, el de blanco. Ella es un ancla que soporta, la roca inmóvil, el es un cuerpo de mil formas que salta, corre, sube, baja, rueda, susurra, habla, grita, canta. Ella es como un puquial que lanza hondas circulares, el es el sol que lanza rayos luminosos.Finalmente tengo el lazo secreto de ser testigo de una mesa espírita de mediounidad. El enterrar a nuestros muertos. honrar a los ancestros es parte de nuestra cultura. Las ropas usadas tienen la energía de la vida de quien las usó. Creo que a lo largo de las presentaciones que hemos hecho de Adiós Ayacucho por todo el país, los familiares de las víctimas de la violencia interna han podido colocar los rostros de sus hijos, padres, madres o hermanos desaparecidos sobre el rostro neutro de lana blanca del Qolla. Con la energía del rito del teatro shamànico ancestral en donde se juntan la realidad y la ficción, ellos pudieron escucharon la voz de una de las víctimas, sin poder contar las suyas, pero sintiendo la satisfacción de escuchar en su historia muchas partes que les eran conocidas. Junto con Alfondo Cànepa por unos segundos enterraron a sus muertos y supieron que los suyos estaban alentándolos a seguir, a hacerles justicia… “quiero mis huesos, mi cuerpo, literal, entero, aunque sea enteramente muerto”. Adiós Ayacucho, esta obra tan bella y noble, nació 12 años antes de la creación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y durante todos esos años, el arte que se cruza con la vida ha permitido que miles de personas que han visto la obra, escucharan a su primer testimoniante -como alguna vez lo dijo Augusto- al dirigente campesino Alfonso Cánepa. Me consolaba ver en medio de tantos años de violencia, como después de una función, muchos espectadores que eran familiares de víctimas suspiraban, cambiaban de ritmo, reducían el dolor.Hace unos meses Julio Ortega presentó en la Feria del Libro una nueva edición de su cuento Adiós Ayacucho en donde incluye la adaptación teatral en quechua que Miguel había publicado en su libro El cuerpo ausente. Augusto y yo hicimos un fragmento de la obra y al final tuvimos una conversación y allí encontré la oportunidad perfecta para agradecerles a estos tres hombres creadores que estaban juntos esa noche. A Julio, a Miguel y Augusto que me permitieron durante 19 años de difusiòn en cientos de pueblos del Peru profundo, vivir tanta vida vivida, tanto mundo interno, tanta meditación en silencio que ahora trato de poner en palabras a propósito de la reposición de la obra en nuestra sala teatral.
Ana Correa

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